Un viaje CLUM al Sónar (Primera parte)

Todos los años, a mediados de junio, el CLUM no se plantea otra posibilidad más que estar en Barcelona en el Sónar, inaugurando el verano con uno de los festivales más longevos y frescos de música electrónica a nivel mundial.

A pesar de que este año había grandes y dolorosas bajas entre los compañeros de viaje, nuevas fuerzas se sumaron a la comitiva, dispuestas a conservar y potenciar el espíritu de esta escapada. Las tradiciones CLUM hay que mantenerlas por encima de todo y todos lo sabemos.

El jueves 12 dejamos atrás Madrid. Nuestra primera parada fue ya en Cataluña, donde pudimos ver la inauguración del Mundial de fútbol en el siempre peculiar ambiente de los bares de carretera. En este caso la parroquia la formaban camioneros nacionales y rumanos, algún que otro anciano local que nos demostraba su ignorancia respecto a cuándo jugaba España, y nosotros. Confirmado el más que previsible tongazo a favor de Brasil con el inexistente penalty a Neymar, continuamos nuestro trayecto y después de media noche llegamos a nuestro destino.

Éste no era otro que un edificio industrial en Hospitalet en proceso de reconversión como centro creativo. El singular lugar estaba regentado por Sergi, un tipo que daba varias veces la vuelta al concepto de perroflauta y que, amablemente, nos recibió y ayudo a acomodarnos. Nuestros aposentos consistían en una planta de unos 300 m2 en la que antiguamente se hacían raves, con mesa de ping pong y de dj y un cuarto al fondo donde se encontraban nuestros camastros, elaborados a partir de ingeniosas combinaciones de diversos e indeterminados materiales. La temperatura y humedad eran elevadas y la higiene era regular, pero nuestra ilusión eclipsaba las posibles incomodidades que pudiéramos sufrir. Sergi nos dio un pequeño detalle de última hora: carecíamos de agua corriente, pero un colega suyo iba a venir a las tres de la mañana a crackear la toma de agua y todo estaría solucionado. Con esas vagas promesas nos fuimos a dar una vuelta a las playas del Prat. 

Allí los chiringuitos aprovechan la influencia del Sónar y montan fiestas en la playa, donde los guiris se dejan los jurdeles a la vez que se cogen cogorzas descomunales, como así pudimos comprobar con alguna que otra chica más que beoda y su correspondiente buitre, sabiéndose que ése -y no otro- era su momento de actuar y cazar a su presa. Durante la vuelta a nuestro hogar dedujimos que el Prat es como un híbrido entre Getafe y Marbella y posteriormente fuimos mentalizándonos del ámbito urbano donde íbamos a vivir durante los próximos tres días: el polígono. El trayecto se desarrolló sin complicaciones y al llegar a la nave conocimos a los extravagantes amigos de Sergi, desarrollando una improvisada tertulia en la que nos comentaron que el cracker no había podido venir. Finiquitada ésta, subimos al piso de arriba. Allí, las condiciones higrotérmicas de la habitación nos condujeron a bautizarla como Saigón. La noche se desarrolló sin grandes sobresaltos, excepto por la presencia del mosquito tigre, que nos breó a aquellos que tardamos más de dos minutos en dormirnos.

Al día siguiente amanecimos con el ronroneo y el solazo del polígono y hablamos con Sergi para ver cómo iba el tema de las duchas. Éste, profuso en buenas palabras y parco en hechos concretos, consiguió finalmente proveernos de agua corriente a través de unos bidones, preguntándonos si tendríamos suficiente tiempo con 20 minutos por persona de agua caliente. La ducha, como todo el resto de la nave, era una oda a la ñapa. Hicimos uso de ella a través de un hilillo de agua fría unos dos minutos por barba y nos dimos con un canto en los dientes.

Tras desayunarnos unos pantumakers, ya estábamos listos para partir hacia la plaza de Espanya de Barcelona, lugar de celebración del Sónar de día. Sergi nos guió cordialmente hasta el carrilet (un cercanías de la Generalitat) y de esa manera llegamos hasta allí. La temperatura y humedad eran inmisericordes. Nuestros cuerpos, acostumbrados al clima mesetario madrileño, se confunden ante tales condiciones climáticas y pronto empezamos a experimentar el secor, el auténtico final boss del viaje, que se resume en un drenaje excesivo de sudores seguidos de un inmediato efecto "uva pasa" interno.

La cola de entrada era grande, por lo que decidimos avituallarnos con diversos alcoholes que ayudarían a hidratarnos y que tuvimos que ingerir rápidamente debido a la prontitud con la que ésta se resolvía. Una vez dentro nos dejamos llevar por los encantos del festival: musicón, delicias tecnológicas y un amplio catálogo de gente peculiar. Tras un primer contacto con los diferentes escenarios, confraternizamos con unas chicas italianas para posteriormente perdernos entre nosotros, huir de ellas y volver a reencontrarnos milagrosamente un tiempo después en la sesión de Simian Mobile Disco. Ya reunidos de nuevo, seguimos disfrutando de diversas actuaciones, conociendo personajes y encontrándonos con otros amigos asiduos al festival.

El Sónar de día del viernes iba finalizando, lo que aprovechamos para salir y buscar raudos un bar para ver el partido de España contra Holanda. Pronto lo encontramos y continuamos con nuestra hidratación a base de Estrellas Damm a la vez que nos echábamos los clásicos amigotes de bar. Según asistíamos a la debacle del combinado patrio nuestra ira iba en aumento. Abandonamos el bar y cogimos un taxi para volver a Saigón. El trayecto fue corto, pero suficiente para que el peseto se empapara de desmesurados comentarios repletos de odio hacia el holandés, fruto de una testosterona incontrolable. Sus loables intentos de atenuación no hacían sino incrementar nuestra irracionalidad. Tras preguntarnos en sucesivas ocasiones si estábamos seguros de bajarnos allí, entramos en nuestro hogar a por nuestras entradas y pronto salimos de nuevo rumbo al Sónar de noche.

Sin tiempo para el descanso comenzaba la siguiente etapa. Decidimos ir andando hasta la Fira de Barcelona, ya que el evento se realizaba cerlejos de nuestro hogar. Lo primero que necesitábamos era cenar algo ya que, con todo el tinglado, no habíamos comido nada desde el desayuno. Nos adentramos en Bellvitge, un barrio hardcore contiguo a nuestro polígono, compuesto por una sucesión infinita de bloques lineales de más de quince plantas típicos de los años sesenta y repletos de inmigrantes de otras zonas de España, conocidos amistosamente como charnegos. Allí encontramos un bar y procedimos a pedir los célebres Frankfurt, tan populares en aquella tierra. Lo que nos trajeron fueron unos trozos de pan abundantes en currusco y escasos en miga que albergaban una salchicha tipo Oscar Mayer en su interior y que solo pudimos deglutir a base de ketchup y mostaza. 

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