Un viaje CLUM al Sónar (Segunda parte)

Engañados nuestros estómagos, procedimos a enfrentarnos al blocor, otro final boss de aúpa. Nos hicimos con unas yonkilatas para facilitar nuestro paseo y poco a poco fuimos acercándonos a nuestro destino. Sin embargo, en la periferia, la escala humana brilla por su ausencia y pronto nos vimos obligados a tragar infraestructura a paladas. El paseo adquiría tintes épicos a medida que sorteábamos agresivas autopistas, puentes carente de aceras, túneles infectos y rotondas de cuatro carriles hasta que finalmente y gracias a nuestra fe, encontramos nuestro objetivo. No había tiempo que perder, así que nos metimos del tirón sin discusión alguna.

El Sónar de noche es la otra cara del de día. Si bajo la luz del sol es festival es relativamente comedido, bajo la luz de la luna se torna en desproporcionado. Las salas se componen de naves de más de 100x100 metros de tamaño, tanto al aire libre como bajo techo y en cada una de ellas el sónido es demencial, pero de una calidad inigualable. Como en el de día, ocurrieron dramáticas pérdidas y durante unas horas el grupo parecía que tomaba caminos divergentes. Escuchamos mucha buena mierda y montamos en los famosos coches de choque del Sónar, donde pudimos observar escenas de una elevada inconsciencia. Asombrosamente nos reunimos en el SonarCar, el escenario más macarra, el cual comenzó siendo un aderezo a los coches de choque y ha acabado siendo uno de los más populares.

A las 3.45 teníamos una cita ineludible en el SonarClub, el escenario mayor y genuino templo de la electrónica. El artista era Richie Hawtin, tan asiduo al festival como nosotros. Pronto comenzó a soltar toda su mierda, siempre fresca y blandita a la par que crujiente, que nos gozamos, y finalizó su sesión con altas dosis de populismo con lanzamiento de confeti incluido. Pero no sabíamos la que se nos venía encima.

El siguiente artista era Loco Dice, habitual dj del DC-10, el garito más cebado de Ibiza. Si Richie nos había obsequiado con jamón ibérico cortado muy fino, el germano-tunecino expulsó toneladas de mortadela en lonchas muy gordas. Loco, acostumbrado a pinchar en el chamizo ibicenco, sabía que no se iba a ver en otra igual en su vida, por lo que procedió a soltar todo su arsenal sin miramientos. La barbarie sonora iba acompañada de unos visuales dignos del Windows Media Player. Todo era muy barato. Nosotros deglutíamos todo ese chopped pidiendo y exigiendo más y nuestro estado, al igual que el del resto de las miles de personas que allí lo estaban dando todo, era el de una brutal acuosidad externa conseguida a base de extraer todos nuestros líquidos internos. Esta situación insostenible sólo podía verse parcheada a base de frecuentes visitas al baño, donde nos amorrábamos a los grifos como si no hubiese un mañana, atiborrándonos de litros de aigües de Barcelona y calcificando a base de bien todo nuestro sistema digestivo. Tras varios amagos de finalizar con su sesión, Loco, que no se iba del escenario ni con Zotal y arengado por las masas y sus palmeros, procedió a finalizar su sesión con un akelarre sonoro y visual del que todavía no nos hemos repuesto.

Con el sol ya en lo alto procedimos a abandonar civilizadamente las instalaciones y asistir al espectáculo que ofrecía el paisanaje que pululaba por la zona desde una gasolinera, donde nos hicimos cada uno con una botella de litro y medio de agua a modo de biberón. Especialmente llamativo era el parque móvil, compuesto por coches del año del trueno, monovolúmenes con familias felices fuera de lugar, trailers, motos, vehículos de tres ruedas, ciclistas madrugadores y gente que simplemente huía como si no hubiese un mañana. Tras pimplarnos las botellas conseguimos recuperamos levemente de la masacre sonora a la que habíamos asistido, la cual debería estar tipificada como delito en el Código Penal. Ahora quedaba la vuelta a casa, cosa que pronto se tornó ardua cuando un peseto pakistaní rechazó cogernos, alegando que no le salía rentable. Tras valorar la posibilidad de liarla un poco para que los Mossos nos dejaran en casa a cambio de una ondonada de hostias sanas, encontramos un taxista que se apiadó de nosotros y que rehusaba -con una sonrisa- el perdonarnos treinta céntimos a la hora de soltar los mortadelos.

Por fin estábamos en Saigón. Tumbados en nuestros camastros y reventados de forma incuestionable, el más del litro y pico de Red Bull que llevábamos en el cuerpo se hizo notar, teniendo como resultado una comida de techo de las que hacen época. Tras unas cuantas horas de insomnio decidimos seguir cumpliendo con las tradiciones e ir a pillar manduca a un restaurante xinés. Éste, ubicado en el polígono, nos ofreció una comida de calidad regular y rica en sales, cosa que no beneficiaba en absoluto a nuestro secor. Lo peor es que un niño que estaba al lado y que comía los rollitos con la mano, los sazonaba generosamente con cantidades absurdas de sal extra. Abonado aquel horror gastronómico, pasamos a tomarnos unos cafés y leer la edulcorada crónica de la Vanguardia, auténtica crónica de Narnia donde se obviaba -y con razón- lo perpetrado por Loco Dice hace tan solo unas escasas horas. La tarde sirvió para que desacansáramos unas horas y dejáramos de hacer el buho.

A última hora de la tarde regresamos a Barcelona y procedimos a dar un paseo sano por barrios como el Poble Sec, topónimo auténtico de nuestro estado, el multiculturalizado Raval, el Barrio Gótico, con unos ancianos haciendo botellón en un concierto de música clásica incluido, y la Barceloneta. Volvimos a Montjuic y, tras estar a punto de entrar en un garito dentro del circuito off-Sónar, decidimos -en un alarde de sentido común desconocido hasta ahora- volver a planchar a casa. 

Dormimos como bebés y procedimos a darnos unas friegas a base de agua mineral, abandonada ya toda esperanza de tener agua corriente. Volvimos a degustar otros pantumakers en Bellvitge, en un impecable ambiente dominguero y nos despedimos de Sergi, un tipo entrañable al que le cogimos cariño pese a sus ambigüedades sanas. Ya en coche hicimos una nueva visita a Barcelona, yendo a ver ciertos monumentos imprescindibles para aquellos que todavía no habían estado en la Ciudad Condal y así tiznar con una pátina de cultura esta escapada. Aparcamos cerca de la Sagrada Familia y nos introdujimos dentro de las hordas de turistas que deambulan por toda la zona, para posteriormente deleitarnos viendo las tiendas de souvenirs. A punto estuvimos de llevarnos un llavero con la estelada o una flamenca gaudificada.

De vuelta en el coche, un móvil del que desconocíamos su melodía comenzó a sonar. Lo encontramos y, bajo en nombre de "Serpa" apareció la voz de Sergi, con el que acordamos devolverle su aparato extraviado. Nos despedimos de él y del polígono y comenzamos nuestro regreso a Madrid. Tan sólo nos quedaban seis horas y pico de viaje para llegar a la seca meseta.

Con su mezcla de refinamiento y macarrismo, el Sónar satisfizo un año más, y de forma impecable, las necesidades de hardcore que el CLUM siempre reclama. 

Así sí.

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